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El impuesto sobre las grandes fortunas: una historia de desencuentros

La historia del Impuesto temporal de solidaridad de las Grandes Fortunas (IGF), digna del mejor de los guionistas de series de Netflix, se remonta a 1978, cuando se aprobó el Impuesto Extraordinario sobre el Patrimonio de las Personas Físicas con ánimo de convertirse en una herramienta censal provisional, pero que se consolidó en 1991 como un gravamen periódico cedido a las Comunidades Autónomas, que encontraron en él una vía adicional de financiación.

Desde sus inicios el Impuesto sobre el Patrimonio (IP) ha constituido una anomalía en el ámbito europeo y de la OCDE, con puntuales excepciones actuales en Francia (desde 2018, limitado a los inmuebles), Suiza y Noruega, pero el legislador español no se decantó por derogarlo hasta 2008, por un período de 3 años, si bien lo hizo mediante la inclusión de una bonificación del 100%, dejando por tanto las puertas abiertas a su restitución en ejercicios posteriores, lo que sucedió en 2011.

A partir de este momento las Comunidades Autónomas y las Diputaciones Forales del País Vasco y Navarra iniciaron una carrera de modificaciones de los mínimos exentos, tipos impositivos y bonificaciones del IP, que llevaron a una situación ciertamente diversa en España. Del “dime donde vives y te diré cuanto pagas de IP” pasamos al “te diré cuanto pagas de más o de menos respecto a otros ciudadanos de otras Comunidades con el mismo patrimonio” o, en otras palabras, a la competencia fiscal.

Esta situación llegó a su límite en el segundo semestre del año pasado cuando Andalucía y Galicia decidieron imitar a Madrid (incorporando una bonificación en cuota del 100% y del 25%, respectivamente), Murcia anunció que haría lo mismo y otros gobiernos autonómicos empezaron a evaluar esta opción.

Fue entonces cuando el Gobierno español decidió, de manera absolutamente precipitada, dejar sin efecto estas bonificaciones autonómicas e imponer el “café para todos”, con el objetivo de la “armonización” del IP, mediante una técnica legislativa tan burda como fue la aprobación de una enmienda presentada el 10 de noviembre de 2022 a una proposición de Ley, que desembocó a los pocos días, el día de los Santos Inocentes, en la publicación en el BOE de la Ley que regula el nuevo IGF.

Como se sabe, este nuevo impuesto, que estará en vigor, en principio, los años 2022 y 2023, y con una recaudación anual prevista de 1.500 millones de euros, grava, con un esquema de liquidación calcado al del IP, a aquellas personas físicas residentes fiscales en España que tengan un patrimonio neto superior a 3 millones de euros (así como a los no residentes cuando tengan patrimonio radicado en España superior a este límite), bajo una escala de tipos impositivos que pueden alcanzar el 3,5% (sobre bases liquidables superiores a los 10,6 millones de euros). Y para evitar castigar doblemente al contribuyente se incorporó la posibilidad de deducir la cuota del IP efectivamente satisfecha.

Pues bien, algunos de los ejemplos más evidentes de esta precipitada y deficiente regulación del nuevo impuesto que pueden dar pie a su anulación o inconstitucionalidad son (i) su irregular tramitación parlamentaria, (ii) la anulación efectiva conseguida de la autonomía financiera de las Comunidades Autónomas que han optado por la bonificación total o parcial del IP, (iii) la posible vulneración del principio de irretroactividad (que ya está siendo analizada por el Tribunal Supremo respecto a otro impuesto con esta misma problemática) al exigirse un tributo en el mismo ejercicio en que entra en vigor su ley reguladora (y que ha impedido a los contribuyentes de Madrid, Andalucía y Galicia estructurar su patrimonio a efectos de optimizar el coste del IGF, sobre todo en lo que se refiere a la exención de la “empresa familiar”) o (iv) su carácter confiscatorio (compartido con el IP). En este sentido, el Gobierno autonómico de Madrid ya ha interpuesto un recurso de inconstitucionalidad y la patronal catalana Foment del Treball está analizando las posibilidades para presentar uno nuevo.

Pero además hay que añadir diversos defectos evidentes de su regulación, entre los que destacamos el que afecta a los contribuyentes sujetos al régimen de impatriados en el IRPF (la denominada ley Beckham), en tanto, en sintonía con la normativa del IP, no deberían estar sujetos al IGF los bienes ubicados en el extranjero; y otro que afecta a aquellos residentes de Madrid, Andalucía y Galicia a los que puede resultar de aplicación el límite de tributación conjunta del IRPF y del IP, dado que la Ley establece que se debe considerar a estos efectos la cuota íntegra del IP, y no la cuota líquida o bonificada. Ya veremos si son objeto de modificación.

Todo este desaguisado, al que se añaden (i) los incrementos de los tipos impositivos del IP que previsiblemente aprobarán algunos Gobiernos autonómicos (como han hecho el de Cataluña el día 20 de diciembre, y el de Navarra el 28 de diciembre) para recaudar ellos la tributación del IGF que de otro modo correspondería al Estado, (ii) el desconocimiento de cómo quedará regulado el IGF en el País Vasco, y (iii) la incertidumbre de si el gobierno ejecutará la cláusula de revisión que le permite valorar su mantenimiento o supresión al término del período de vigencia previsto (2022 y 2023), lleva a cuestionar el sentido de este impuesto, y a dar alas a futuras reclamaciones.

De allí que, a medida que los asesores fiscales vamos realizando cálculos de las cuotas del IGF una vez cerrado el año fiscal 2022, empezamos a valorar la posible impugnación de las declaraciones poco después de ser presentadas, en espera de que, al igual que ha pasado recientemente con el “céntimo sanitario”, los pagos fraccionados del Impuesto sobre Sociedades y la plusvalía municipal, entre otros, una eventual anulación o declaración de inconstitucionalidad del IGF permita al contribuyente recuperar lo pagado, junto con unos generosos intereses de demora (4,06%)… sin perjuicio de que ahora el Tribunal Supremo obligue a tributar por ellos. Y es que no se puede tener todo.

 

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